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EL IRRESISTIBLE ENCANTO DE LA INSANIA
Ricardo Kelmer – Miragem Editorial, 2015
novela – traducción: Felipe Obrer
Luca es un músico, obsesionado por el control de la vida, que se involucra con Isadora, una viajante taoísta que asegura que él es la reencarnación de su maestro y amante del siglo 16. Él comienza una aventura rara en la cual desaparecen los límites entre sanidad y locura, real e imaginário y, por fin, descubre que para merecer a la mujer que ama tendrá antes que saber quién en realidad es él mismo.
En esta insólita historia de amor, que ocurre simultáneamente en la España de 1500 y en el Brasil del siglo 21, los déjà-vu (sensación de ya haber vivido determinada situación) son portales del tiempo a través de los cuales tenemos contacto con otras vidas.
Blues, sexo y whiskys dobles. Sueños, experiencias místicas y órdenes secretos. Esta novela ejercita, en una historia divertida y emocionante, posibilidades intrigadoras del tiempo, de la vida y de lo que puede ser el “yo”.
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.Amazon (kindle) english/portuguese/espanol
In portuguese – blog
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CAPÍTULO 7
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El Papalegua estaba casi cerrando. Las sillas ya reposaban patas arriba sobre las mesas y los últimos resistentes de la noche pagaban sus cuentas en el cajero. Junior Rível recibió del barman los dos vasos con whisky y puso uno de ellos sobre la barra, bien adelante del amigo. Y le dio una palmada en la espalda.
– Esta es por mi cuenta. Toma ahí, ciudadano.
Luca afirmó el vaso y movió las piedras de hielo por un largo tiempo, la mirada vaga y sin brillo.
– Hace dos semanas que estás con esa cara de entierro. Nunca te he visto así por ninguna mujer.
Luca tomó un trago y puso el vaso de vuelta en la barra. Tenía el semblante cansado y bajoneado.
– ¿Te gusta de verdad la taoísta, no?
– Me gusta.
– ¿Pero vos no decías que ella era loca?
– Y lo es.
– ¿Realmente no tienes cómo hablar con ella?
– Ella está sin móvil. Y ni siquiera accede a Internet.
– ¿E adónde ella está ahora?
– Yo qué sé, en alguna playa por ahí.
– Tal vez haya sido mejor de esa manera, Luca. Piénsalo derecho, esa historia jamás resultaría bien, ustedes viviendo tan lejos uno del otro…
– Yo la llamé, pero ella no quiso venir a vivir conmigo.
– Evidente, ella tiene su vida allá en San Pablo.
– No, no fue por eso.
– ¿Y por qué fue?
Luca tomó un trago más, el líquido ardiente lastimando su garganta, el dolor helado reverberando en el fondo del alma…
– Fue debido a la mierda de un abismo.
– ¿Qué abismo?
– Tampoco lo sé.
– ¿Cómo así no lo sabes?
– No lo sé. Es más, ese es el problema, hermano, no sé de más nada. Me siento como si estuviera solo en una selva oscura, totalmente perdido.
Junior miró al amigo y se rió.
– ¿Ah, es eso? Entonces no te preocupes porque en seguida alguna otra mina te encontrará.
– No quiero a ninguna mina. Quiero a Isadora.
– ¡Pero vos has mandado a la chica que se fuera! No has ido ni siquiera a dejar a la pobre en la estación. Además, acá entre nosotros, eso no fue nada lindo.
– Es lo que te digo. Yo no sé más quien soy. No soy más quien yo pensaba que era. Esa historia con Isadora me volvió un tipo celoso, inseguro. De repente me vi siendo grosero y agresivo, sin conseguir controlarme, mira que mierda.
– Sí, de hecho andas medio enojado últimamente.
– ¿Lo ves? Yo no soy así, hermano, vos me conoces. Quiero decir, siempre me pareció que no fuera así. Pero quizás yo sea, y es solo ahora que me doy cuenta.
– Vos eres un tipo buena onda, siempre has sido.
– No, no soy. Un tipo buena onda no hace lo que yo hice. No tiene con una mujer la conducta que yo tuve, más aún si la quiere. Simplemente ya no sé si creo más en lo que siempre he creído sobre mí. Está todo fuera de lugar, hermano, todo.
Él miró adentro del vaso y por un momento se sintió rodar con los hielos, girando en aquél remolino, girando, siempre pasando por el mismo punto, siempre…
– Creo que me he perdido de mí.
– Es una etapa, va a pasar. Concéntrate en tu vida que en seguida todo estará bien.
– ¿Mi vida? Yo no sé más lo que es la vida, Junior. ¿Yo siempre lo supe, no? Siempre fui el poeta de la banda, el tipo que explicaba todo por la poesía. Yo tenía todas las respuestas, ¿no? Pues ahora no las tengo más. No sé más de nada.
Luca se volcó el resto de whisky y le pidió al barman que cogiera una botella llena para llevársela a casa. Y que apuntara para sustraer del caché del próximo show.
– No hagas eso, ciudadano. Vos ya estás con dos cachets colgados.
– Uno más no cambia nada.
Luca recibió la botella de whisky del barman y firmó el papel.
– Me voy, hermano – él dijo, apretándole la mano al amigo. – Gracias por la gauchada.
– Mañana hay ensayo. No vayas a faltar otra vez.
– Lo prometo.
– ¿Y no quedes cerca de ventanas, ok?
Luca se rió con la ironía.
– Quédate tranquilo.
‒ Ni de cuchillos, láminas, esas cosas.
‒ Soy demasiado cobarde para matarme. Eso por lo menos sé que soy, un cobarde.
En casa, se acostó en el sillón con la botella de whisky al lado. Llenó un vaso y quedó toqueteando la guitarra, paseando sin rumbo por melodías melancólicas. Y dormitó antes de terminar la primera dosis.
Abre la ventana de la habitación
Allá afuera en el medio de la calle brilla un letrero
El cartel de nuestro amor es rojo
Entonces siente, viaja, vuela en este tono
Ha sido para vos, dulce mío, que yo compuse
Este blues de luz neón
* * *
Una semana después Luca supo que Bebel había recibido una tarjeta postal de Isadora. Él imploró para verla y Bebel se la mostró. Luca leyó con voracidad, como si sintiera hambre de aquellas palabras. En la tarjeta Isadora contaba que estaba en Icaraí de Amontada, playa de la costa oeste, a medio camino de Jericoacoara. Decía que el viaje seguía tranquilo y que las playas de aquella parte era aún más lindas. Y que esperaba que ella estuviera bien. Besos, me encantó conocerte, te echo de menos. Y era eso. Nada más que eso.
Luca leyó otra vez y otra más. No había realmente nada sobre él, ninguna mención, absolutamente nada. Era como si él no existiera. Como si nunca hubiera existido.
– ¿Vos querrías que ella estuviera aquí, no? – le preguntó Bebel, notando su sufrimiento.
Él no le respondió. Solamente le devolvió la tarjeta y se fue.
De noche, en casa, se revolcaba en la cama sin conseguir dormirse. Todo lo que quería era reencontrar a Isadora. Necesitaba decirle cuan estúpido había sido y que estaba arrepentido. Y que ardía de nostalgia. Y que ella era la mujer de su vida. Y que no sabía cómo viviría sin ella. Solo necesitaba encontrarla de nuevo, y nada más.
Cuando la madrugada ya seguía alta, él decidió: saldría el sábado por la mañana. Trataría de encontrarla en Icaraí de Amontada, quizás aún estuviese por allá. Nada aseguraba que esa locura resultaría bien, pero si en Uruaú había conseguido encontrarla, ésta vez tendría que conseguir también.
– Un voto de confianza a la vida – se dijo a sí mismo. – Como vos misma dirías, Isadora.
El sábado se despertó antes del amanecer y poco después ya seguía en alta velocidad por la ruta rumbo a la costa oeste, necesitaba llegar lo más rápido posible. En dado momento se dio cuenta de que alto estaba mal, el coche tironeaba hacia un lado… Paró en al margen, bajó y vio la causa: rueda pinchada. Cuando abrió el valijero constató que el repuesto estaba también agujereado. ¡Mierda, que mierda, que mierda!, insultó, mirando sin conformarse hacia las dos ruedas desinfladas.
Trató de mantenerse calmo y optimista. Confiar en la vida. Entonces colocó Led Zeppelin a tocar en el aparato de música del coche y se colocó más adelante, la mirada en el horizonte de la ruta. Y de repente atinó al absurdo de la situación: intentando hacer dedo en una ruta desierta para llegar a la estación de servicio más cercana para arreglar la rueda y entonces seguir viaje hacia una playa… en la cual Isadora quizás ya no estuviera más. Debía ser a eso que llamaban blues.
La rueda pinchada retrasó bastante el viaje y lo hizo llegar a Icaraí de Amontada solamente por la noche. Al tercer intento localizó la posada en la cual onde Isadora había comido algunas veces, pero la gerente le informó que ella no estaba más allá, que había salido cinco días antes hacia Jericoacoara. Luca sintió el desánimo pesarle sobre los hombros. ¿Y ahora? Pensó un poco y le dijo a la gerente que se quedaría, saldría temprano por la mañana.
– Amar es un peligro, doña. Un peligro.
Después de la ducha, comió algo y se acomodó en una hamaca en la terraza de la posada, el cielo estrellado haciéndole recordar Tibau del Sur. El sonido del mar bien cercano lo distendía, pero él se sentía solo y desamparado. Cuando la nostalgia de Isadora se volvió insoportable, se levantó y fue a dar una vuelta por la playa desierta, de la cual volvió solamente cuando las primeras luces del domingo surgían en el cielo.
El domingo de mañana dejó el volkswagen en Jijoca y embarcó en la trasera de la camioneta que durante una hora conduciría a los turistas por el trecho de médanos y lagunas hasta Jericoacoara. Era un paisaje lindo, aún no contaminado por el progreso, pero Luca no lo veía: mientras el vehículo seguía, él se frotaba las manos, ansioso, además de hinchar para que Isadora aún estuviera por allá. Tenía que estar. Diez minutos ya valdrían la pena.
Finalmente en Jericoacoara, salió de posada en posada preguntando por Isadora. La buscó también en los campings. Y nada, ninguna información sobre ella. En las calles y cajellones tenía la sensación de que a cualquier momento ella surgiría adelante de él – pero nunca era ella. Buscó por la playa, en la laguna, en la piedra con un hueco, por los médanos… Nada.
La noche del domingo llegó y Luca no se conformaba. Ni siquiera se había dado una zambullida en el mar. Intentó comer algo, pero tragó sin gusto. Se sentía agotado y derrotado. En ese momento, de repente, se dio el estallido y él notó el papel ridículo que había hecho: Isadora no lo quería más, ella lo había abandonado. Sí, era eso. En realidad, él ya lo sabía, pero había hecho de cuenta que no. Todo su esfuerzo por encontrarla, por mayor que fuera, sería en vano. Probablemente en aquél momento ella ya estaba con otro tipo, contando historias disparatadas de vidas pasadas, dividiendo con él su tienda… Papel ridículo – era el que había hecho él.
Volvió para Fortaleza enteramente consumido por la frustración y por la rabia. Llegó a casa el lunes por la mañana casi sin fuerzas y cargando un resfrío que al día siguiente se volvió una gripe fuerte y lo hizo faltar al trabajo por dos días. Y aún lo hizo echar a perder un show.
Confiar en la vida. Pues sí.
* * *
Luca retomó el viejo ritmo, las noches sin fin, los bares llenos de mujeres. Si Isadora no lo quería más, ¿por qué guardarse para ella? ¿Por qué tener esperanzas? Inútil. Inútil como aquél viaje desatinado por las playas en búsqueda de una ilusión.
El mundo de los bares y de los shows tenía un ritmo alucinante, pero era seguro. El empleo de gerente de gráfica era sin gracia y tedioso, pero era seguro. Y llenarse de relaciones superficiales podría incluso amplificar la soledad… pero era mucho más seguro que arriesgarse involucrándose sentimentalmente para al fin tener solamente decepción y sufrimiento.
Era en el bar en el cual Bebel trabajaba como moza que él iba a confesarse. Charlaban y al fin él la dejaba en casa. Una noche, en su coche, se dieron un beso y en ese momento él recordó… ¡El futuro de Isadora! Interrumpió el beso y mientras Bebel recostaba la cabeza en su pecho él recordó el futuro imaginado por Isadora, en el cual él quedaba con Bebel después que ella se iba. Por una parte, él realmente quería estar con Bebel, ella le hacía mucho bien, pero actuar así sería cumplir lo que la otra había antevisto y eso sonaba como una derrota. Darle la razón a Isadora – no podía hacer eso. Pero por otra parte, ir contra su deseo y evitar a Bebel solamente para no darle la razón a Isadora era… absurdo. Quizás Isadora quisiera exactamente eso, la muy viva. ¿Y ahora? ¿Cómo escaparse de ese dilema?
Pues sí, se quedaría con Bebel, él decidió. Y que Isadora se fuera a la mierda, ella y su futuro.
– ¿Luca, vos siempre has sido tenso así? – Bebel le preguntó una noche, antes de que se durmieran.
– Cada uno juega con las armas que tiene – él respondió secamente, buscando el sueño, buscando no pensar.
Los últimos días él tenía la sensación de que algo quería salir de adentro de él, un bicho peligroso y enjaulado. Recodaba una escena de Aliens, en la cual la criatura irrumpe de adentro del cuerpo del astronauta…
Felizmente había la banda, que ahora tenía empresario, y los shows estaban cada vez más llenos. Había siempre la noche, la próxima música, la dosis a continuación. Y mujeres que lo deseaban a él, y no a una encarnación del pasado.
Y ahora estaba Bebel, que siempre lo recibía con cariño y nostalgia, aún cuando se habían encontrado la noche anterior. Ella no exigía nada, no cobraba nada, solamente lo quería a él. Cada vez más era en brazos de Bebel que él buscaba con desesperación olvidarse quien era.
– ¿Isadora no te ha enviado más tarjetas? – él preguntó un día, tres meses después de aquél día en que había leído la tarjeta. Preguntó simulando desinterés.
– No. ¿A vos tampoco?
– Ella no me escribirá nunca más, Bebel. Y es mejor que así sea.
– ¿Si ella me escribe, debo contarle sobre nosotros dos?
– Conviene que ella sepa.
Bebel lo miró y en su mirada Luca pudo leer la pregunta silenciosa: ¿Vos aún la quieres mucho, no?
No era una pregunta agresiva, al revés. Ella parecía decir, sin una sola palabra y con sus modos dulces, que lo sabía todo y lo comprendía. ¿O no? ¿O él ya se estaba imaginando cosas y colocando palabras en la mirada de ?
Con miedo de que sus ojos respondieran por si solos a la pregunta silenciosa que no quería callar, él rápidamente desvió la mirada. Y por algunos segundos se quedó mirando el techo de la habitación. Cuando volvió, la pregunta no estaba más allá. En su lugar, estaba la mirada nítida de una mujer que lo aceptaba.
– Bésame, Luca.
Y él obedeció, pidiendo en su íntimo que sus labios le hiciesen olvidar por algunos momentos que él no la merecía.
* * *
Entonces vinieron los accidentes… Al principio fueron pequeños contratiempos caseros, cosas bobas como resbalar en el baño y quemarse en la cocina. Después los accidentes se fueron poniendo más serios. Un día no notó el agujero en la acera y cayó, lastimándose el hueso del pie. Otra noche fue bastante peor: para ahorrar la entrada de una fiesta, intentó saltar el muro de la casa pero erró el cálculo y metió las manos en los clavos. Resultado del ahorro: dos dedos con las puntas colgadas, hospital, puntos externos e internos. Y un mes sin poder tocar.
– ¿Luca, será que vos no estás tomando demasiado?
– Caramba, Bebel – él reclamó, enojado. – ¿Perorata a esta hora de la noche?
– Estoy preocupada con vos, todos esos accidentes… – ella dijo, acariciándole la cicatriz en su cara.
– Es maldición de bruja. Va a pasar.
Yo solo quería que vos supieras
Que mis noches son tan solitarias
Y mi corazón es tan viejo sin vos
Yo me sirvo una dosis más al fin
Yo miro a la ciudad
Desde la ventana solamente la ciudad sabe de mí..
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CAPÍTULO 8
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Aquél mes la Bluz Neón participó en un festival en Recife y fue alabada en los medios de comunicación. Periódicos y revistas publicaron material sobre los muchachos del blues de Fortaleza, subrayando la calidad técnica, la mezcla de ritmos y la capacidad de interacción con el público. Participaron en un importante programa de televisión y recibieron más invitaciones para presentaciones. La banda estaba cada día más conocida y se volvía más prestigiosa.
Días después el empresario anunció: había conseguido una buena auspicia y prontamente empezarían a grabar el CD, ahora un disco de buena calidad, en un estudio de primera. Aquella misma noche ellos salieron del ensayo, compraron un Jack Daniel’s y fueron todos a festejar en una vieja estación de tren desactivada en el centro de la ciudad. Sentados sobre los rieles, se emborracharon y tocaron los blues predilectos, aullando emocionados a la luna. Ebrios y solemnes, brindaron a todos los que consiguieron recordar y saludaron al futuro promisorio.
Luca, aún así, vivía el dilema de una terrible encrucijada. Las puertas se abrían para la banda pero, por otra parte, su empleo impedía que viajaran más e hicieran más shows. Tres años antes la banda había surgido como una diversión de fin de semana y ahora la cosa empezaba a ponerse demasiado seria. Era hora de tomar una decisión, él sabía. Un futuro vinculado a la música se desvelaba, tendría que estar disponible para viajes y compromisos, tendría que dedicarse aún más. Todos ellos habían soñado con aquello y ahora estaba ocurriendo. Pero dejar el empleo a un lado era un riesgo muy grande. No le gustaba, es verdad, pero era una seguridad, era un dinero asegurado con el cual podía contar todos los meses.
No consiguió decidirse. Postergó la respuesta una vez y después otra y siguió postergando la decisión por la cual el resto de la banda anhelaba. Junior lo estimulaba a apostar sus fichas en la banda, un gran futuro los esperaba, ellos estarían juntos, la banda los necesitaba a los dos. La madre, doña Gloria, le pedía prudencia, que analizara toda la situación con mucha calma. Días y días inmerso en el dilema, la presión de ambos lados, cada lado con otros dos lados para evaluar…
Primero Isadora pidiéndole que soltara sus seguridades para seguir con ella. Y ahora su banda, que exigía que el dejara a un lado la seguridad de su empleo. Dejar a un lado las seguridades para vivir de música… La vida parecía estar jugando a traerle las peores decisiones posibles. Y él no conseguía decidirse. No sabía más lo que realmente quería. No sabía más quien era él en medio de todas sus contradicciones, molestándolo cada vez más. No sabía de nada más.
Entonces una noche, saliendo del bar con Bebel, él no encontró su volkswagen: el coche había sido hurtado. Quedó completamente desesperado, no podía creerlo. Denunció el robo, puso aviso en el periódico, buscó en la chatarrería, pero nada, no obtuvo ninguna noticia. El coche infelizmente no tenía seguro.
Fue un golpe cruel. Tres meses antes casi había perdido los dedos en un accidente bobo. Ahora perdía el coche y no tenía condiciones de comprar otro. Y la necesidad de tomar una decisión en cuanto a su futuro en la banda era una presión constante. Para colmo ahora vivía engripado, lo que lo perjudicaba bastante para cumplir su papel en los shows.
Días después, sorpresa: Isadora llamó por teléfono. Luca atendió y, al escuchar su voz, no supo qué hacer. Pensó en colgar, pero se sentó en el sillón, nervioso.
– Hola, Isadora – él respondió, intentando no demostrar la emoción que sentía. Hacía seis meses que ella lo había abandonado. Seis meses que él luchaba a diario para olvidarla.
Ella dijo que estaba en San Pablo y quería saber cómo estaba él. Él tuvo ganas de contar sobre todas las dificultades que pasaba, pero de repente entendió que ella de alguna forma ya lo sabía.
– Aquí está todo, ah, bajo control– él respondió. – ¿Y vos?
– Luca, solo llamé para decir que estoy de salida. Viajaré otra vez.
– ¿Hacia adónde?
– Aún no he decidido. Pero salgo la semana que viene.
Él sentía que las entrelíneas de aquellas frases le decían algo más.
– Vos… ¿Me estás invitando? – él preguntó. Y de súbito se dio cuenta de que no sabía la respuesta que quería oír.
– Estoy solamente diciendo que viajaré, Luca. Y no sé cuando vuelvo.
Él recordó aquella noche en la fiesta: estamos juntos… Sintió en el aire la importancia del momento, el clima tenso de decisión. Dejar todo a un lado y seguir con Isadora… En medio al silencio incómodo, él intentó pasar en su mente todos los detalles que involucraban una decisión como aquella, el empleo en la gráfica, el buen momento de la banda, la grabación del CD, Bebel…
– ¿Cómo te revolverás? – preguntó. Pero en seguida adivinó la respuesta.
– ¿Siempre se encuentra la vuelta, no?
Pensó en preguntar si ella había ahorrado suficiente dinero, pero sería apenas otra pregunta idiota. Parecía querer disuadirla debido al heco de que él mismo no tenía el mismo coraje. ¿Por qué no le decía a ella que sí? Recordó la noche en que Sonita surgió en el camerino después del show, ella y sus botas negras. Sentía ahora la misma sensación, todo un futuro dependiendo de lo que eligiese en el próximo segundo, toda su vida dependiendo de su decisión…
– Buena suerte, Isadora.
– Para vos también, Luca.
¿Por qué no le decía que sí?
– ¿Cómo anda Bebel?
Él no esperaba por aquella pregunta. ¿Ella sabía que estaban juntos? ¿O le estaba tirando una carnada?
– ¿Quien?
– Bebel. ¿Ella está bien?
Con aquella pregunta ella quizás quisiera volver oficial, sin decirlo abiertamente, su aprobación a la unión de los dos, mostrar que aceptaba, que no pensaría mal de ellos. Con eso cerraba la puerta y tiraba la llave a la basura. De una buena vez.
– Ella está muy bien.
– Dile que le mandé un beso.
Sentía el corazón agobiado… Quizás estuviera perdiendo en aquél momento, para siempre, a la mujer de su vida. ¿Por qué entonces no reaccionaba? ¿Por qué no abandonaba del todo aquella inercia y decía finalmente que sí, que dejaría a un lado sus seguridades, que se marcharía con ella y vivirían plenamente la gran locura de aquél amor?
– Chau, Luca.
Él cerró los ojos como si en la oscuridad pudiera ver una salida. Pero fue tomado por la angustiosa sensación de estar cayendo, cayendo… Abrió los ojos y se afirmó en el sillón. No podía abandonar todo.
– No puedo…
Él escuchó el ruido del término de la llamada y tragó en seco. Quedó allí, sentado en el sillón, el teléfono al oído, su voz aún haciendo eco como un grito desapareciendo en el abismo.
No puedo… no puedo…
Ella se levantó temprano y se marchó
Fue a buscar un sueño más grande
Dejó un beso de nostalgia
Y esa ciudad a mi alrededor
* * *
Era noche de ensayo. Luca se cambió de ropa, se miró en el espejo partido del baño y la imagen reflejada le mostró una cara hinchada, la mirada cansada, ojeras profundas… Tuvo ganas de dar piñazos al espejo. Necesitaba calmarse, andaba cada vez más iracundo. Fue a la cocina, cogió la botella de whisky y vertió una dosis en el vaso. Tomó de un solo trago, agarró la mochila y salió para tomar el autobús hacia el estudio. En el camino pasó en la farmacia para comprar un remedio, hacía días que estaba con un dolor de cabeza insoportable.
Al fin del ensayo Bebel apareció de sorpresa. Estaba un tanto ansiosa y dijo que quería charlar. Él se despidió de los amigos y salió con ella hacia la pequeña plaza al lado. Se sentaron en un banco y fue allá que ella le dio la pésima noticia: estaba embarazada.
– Perdona, Luca… – Ella tartamudeaba, nerviosa. – No sé cómo fue a pasar, yo tuve cuidado, te lo juro…
Él no pudo creer en lo que oía.
– Eso no puede ser verdad, Bebel.
No podía ser. Bebel a la espera de un hijo suyo. No era posible. Ella explicaba: examen positivo, más de dos meses de embarazo…
Él se levantó, tironeó a Bebel por el brazo y la llevó hacia un rincón más alejado. La recostó en un árbol y, con el dedo em riste, dijo que no sabía si el bebé era de hecho suyo y que si fuera, la culpa entonces le cabía a ella que no había tomado precauciones. Que se revolviera, pues él no tenía nada que ver con aquella irresponsabilidad, ya tenía demasiados problemas para solucionar.
Bebel trató de explicar que en aquellos últimos meses él había sido su único hombre, pero en seguida se derrumbó en un llanto intenso y no consiguió decir nada más. Ella intentó abrazarlo pero Luca la rechazó, se dio vuelta y salió. Y fue a tomar el autobús en la otra calle.
En casa, él no consiguió dormirse. La vida ya estaba jugando demasiado duro. De toda parte aparecían agujeros en el barco y él no tenía manos suficientes para taparlos. Hacía un mes que el empresario y los compañeros lo presionaban por una decisión y él simplemente no conseguía decidirse. Su coche había sido hurtado y él, de un instante a otro, se había visto privado del único patrimonio que poseía. No conseguía concentrarse derecho en el trabajo e incluso había sido advertido gravemente por su jefe. La mujer que amaba se había ido y ahora Bebel esperaba a un hijo suyo. Un hijo suyo. Parecía irreal. La vida se había vuelto una pesadilla de la cual no se podía despertar.
Fue a encontrar a Bebel en el bar la noche siguiente. Esperó que ella terminara la función y la llevó a su departamento. Y se disculpó por lo que había hecho, estaba arrepentido. Bebel lo abrazó y lloró en sus brazos.
– ¿Y el embarazo? ¿Vamos a interrumpirlo, no es verdad? – él preguntó.
Ella solamente lloraba, aferrada a su pescuezo.
– ¡Bebel, nosotros no podemos criar a ese niño! – Él se descontrolaba y ella empezaba a llorar. Él respiraba hondo. – Bebel, escucha, por favor. ¿Fue un accidente, has entendido? Ese niño no es bienvenido.
– ¡Para mí es bienvenido, sí!
Listo, todo perdido, ella quería al niño.
– Bebel, yo no tengo la mínima condición de criar a un bebé ahora. – Él se esforzaba para no atropellar las palabras. Las ganas eran de gritar, de golpear. De matar.
– Yo lo crío sola, no necesitas preocuparte.
Definitivamente era una pesadilla. Y de las peores. El mundo entero desmoronaba adentro y afuera de él y, por más que se convulsionara, no conseguía despertarse. Intentó mantenerse controlado. Presentó argumentos, todos los posibles, los más sensatos. Conseguiría dinero prestado y pagaría el aborto.
– Yo sé que vos no has olvidado a Isadora. Pero no me importa. Quiero tener este hijo.
Luca suspiró, rendido. ¿Qué pensaría Isadora? ¿Interpretaría a aquél niño como la jugada final de su parte, una respuesta a su decisión de irse, su contraofensiva? ¿Ella había visto también a aquél niño en el tal futuro?
Mientras Bebel dormía a su lado, él se rascaba la cicatriz en la cara y rumiaba sobre lo que aún le quedaba hacer. Si realmente existiera reencarnación y él de hecho hubiera sido Enrique… entonces aún debía saber lidiar con magia y solucionaría aquél problema muy pronto. Pero no, aquellas cosas solamente existían en la cabeza desquiciada de locos como Isadora. La realidad era distinta, era cruel e insensible.
Y se durmió deseando con todas sus fuerzas que ocurriera algo, cualquier cosa que lo librara de aquella pesadilla absurda. Cualquier cosa. Antes que enloqueciera del todo.
Cuando Bebel cumplió el tercer mes de embarazo, él consiguió el coche prestado de un amigo y la invitó a que pasaran el fin de semana en una playa. A ella le encantó la idea. En la terraza de la casa de playa, el abrió una botella de ron y sacaron fotos de la puesta del sol. Entonces él intentó una vez más convencerla a hacer el aborto. Y una vez más Bebel no aceptó sus argumentos. Ella lo miró y vio sus ojos rojos, la rabia pronta para explotar… Luca agarró el vaso y lo tiró contra la pared, los fragmentos desparramándose por la terraza.
– ¡Ese bebé es una maldición! – él gritó mientras agarraba la botella y salía.
Más tarde él volvió, la botella casi terminada. Paró bamboleante en frente a la puerta de la habitación. En la penumbra vio a Bebel durmiendo en la cama, bajo las sábanas. Entró pisando despacio. Se arrodilló en el piso, al su lado, y con cuidado tironeó la sábana, descubriendo la barriga. Empuñó el cuchillo, cerró los ojos y respiró hondo.
Minutos después, en la terraza, él miró hacia la luna, llorando, y pidió perdón por ser quien era. Pero la luna no lo disculpó. El cuchillo cayó de sus manos, el sonido metálico haciendo eco en el silencio de la noche, y él se arrodilló en el piso, sin fuerzas. Solamente quería desaparecer, solamente eso, desaparecer para siempre…
¿Luca? ¿Luca? La voz vino de algún lugar… Luca, ¿qué pasó? ¿Qué cuchillo es ese? ¿Vos estás bien? Su voz, una tortura, cuchillo rompiendo el corazón, cortando todo por adentro, dilacerando el alma…
Bebel se sentó a su lado, lo abrazó y lloró con él. Después lo llevó para adentro y lo acostó en la cama.
– Yo soy un fracaso, Bebel… – él murmuró antes de dormirse. – No te merezco.
– Duerme, precioso. Mañana será un nuevo día.
* * *
El domingo él se despertó pésimo, una resaca horrible. La última cosa que recordaba era una discusión en la terraza, un vaso roto contra la pared. ¿Qué había ocurrido después? Bebel lo tranquilizó, dijo que estaba todo bien. Él pidió disculpas.
– ¿Vos no eres un fracaso, has entendido? – ella dijo, afirmando su cara entre las manos. – Y seremos muy felices. Nosotros tres.
Él la abrazó y cerró los ojos, buscando no pensar. Los pensamientos, a pesar de eso, tenían vida propia. En la barriga de aquella mujer se movía su hijo, o su hija. La idea de ser padre era algo absurdo, pero ya no tenía fuerzas para luchar contra ella. Estaba exhausto como un guerrero que luchaba hacía días, semanas, meses… y que ahora simplemente ya no sabía más por qué luchaba. ¿Contra quién estaba peleando?
Entonces, súbitamente, descubrió que sabía. De repente, allí abrazado a la barriga de Bebel, se dio cuenta de que, sí, él sabía quien era su enemigo. En realidad siempre había sabido, solamente se había engañado durante todo aquél tiempo fingiendo para sí mismo que luchaba contra mil enemigos que a cada día emergían de las tinieblas para atacarlo. No, su enemigo era uno solo y le tendía su trampa todos los días en el espejo partido de su cuarto de baño.
¿Como ganarle al enemigo si el enemigo era él mismo?, se preguntó en pensamiento. ¿Y cómo derrotar a sí mismo si ya no sabía más quién era? Había llegado al fin, sentía eso. Había llegado al fin de las posibilidades, no había más hacia adonde seguir. Nada más importaba. Era el fin.
En el momento de volver hacia Fortaleza, Luca estaba somnoliento y a Bebel le pareció peligroso que él manejara el coche. Ella exigió la dirección pero él rechazó. Ella entonces insistió y tomó la llave:
– Confía en mí.
Mientras Bebel prendía el coche, él la miró con cariño y pensó en como todo sería distinto si no existiera Isadora. ¿Qué pasaba con las cosas que no llegaban a pasar?
A la entrada de la ciudad Luca estaba distraído, casi durmiendo, y vio solamente una luz fuerte surgiendo súbitamente al lado. Pero fue todo muy rápido, él solamente vio la luz y sintió un inmenso choque. Después todo oscureció.
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CAPÍTULO 9
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La noche era clave. La tan anhelada iniciación. Enrique sabía que no lo aceptarían el el Orden si no fuera capaz de llegar a la galería y enfrentar al enemigo que lo esperaba traicionero en alguna de aquellas tantas sombras. Entonces agarró firme la espada y avanzó hacia el lago oscuro, con cuidado para no resbalar en las piedras húmedas de la cueva.
La prueba de la iniciación era terriblemente peligrosa. Al superarla, los iniciados mostraban que eran bravos lo suficiente para soportar lo que exigiera la defensa del Orden. Era más que peligrosa, era la prueba suprema que alguien podía soportar: la temida confrontación con el Guardián del Conocimiento. Y de esa confrontación solamente salían vivos y sanos – sí, sanos, pues muchos sobrevivían pero volvían de la cueva irremediablemente locos – los que poseían la fuerza necesaria para vencer al terror más íntimo que habita la oscuridad del espíritu de cada uno.
Enrique escuchó un ruido que venía del lago de aguas oscuras y se detuvo, espada en puño. Quedó inmóvil, a la espera, el sudor escurriendo por la cara, el corazón a punto de reventar de miedo y expectativa. Suspendió la respiración. El enemigo estaba bien cerca.
Entonces presintió lo que podría venir. Y en ese momento el pavor más profundo irrumpió del interior de su alma, como gusanos husmeando la tierra. Las piernas se pusieron débiles y súbitamente él se descubrió incapaz de enfrentar lo que se anunciaba en su pensamiento.
Ella surgió. Y él escuchó su sonido aterrador… La naja anduvo a rastras en un movimiento lento y ondulante, y paró justo adelante de él. Era gigantesca. Ihlish, la Guardiana – él supo su nombre apenas la vio. Su sonido era hipnótico, era su propio nombre, Ihlissssshhhh… Ella levantó el cuerpo, subiendo lentamente, subiendo… Enrique vio la inmensa cabeza flotar bien cerca de su cara y el pescuezo inflarse lateralmente. Y entonces la naja abrió la boca, mostrando las presas letales…
Él cayó arrodillado, sin fuerzas, totalmente paralizado por el terror. De repente se dio cuenta de cuán insignificante era frente a aquél animal. Él creía que era fuerte. Juzgaba conocer a las fuerzas de la vida. Pero veía entonces que no era nada, no era absolutamente nada, nada…
La espada resbaló de sus manos y cayó en el suelo, el sonido metálico reverberando por las paredes de la cueva. La serpiente era su guardián personal del Conocimiento y era a ella que debería vencer para proseguir en el Orden. ¿Pero cómo, si estaba paralizado?
La serpiente torció la cabeza hacia atrás y por un segundo él notó que aún era posible escapar, él podía darse por vencido. Sí, él tenía el derecho a recular, todos lo tenían. Se daría por vencido y volvería sin enfrentar aquella pesadilla.
No hubo más tiempo. La serpiente atacó. Y fue tan rápido que cuando él se dio cuenta, estaba siendo tragado mientras gritaba y sacudía las piernas y se contorcía. Primero la cabeza, después el tronco y entonces las piernas. El contacto con el interior de la serpiente lo llenaba de asco, y mientras buscaba desesperadamente respirar, podía escuchar el sonido de sus huesos siendo aplastados. No podía haber peor pesadilla y, asimismo… era real.
Su cuerpo se desplazó entero hacia adentro de la serpiente y él pudo sentir los movimientos que ella hacía para impulsarlo por adentro de sí. De a poco perdió el control sobre el propio cuerpo. Entonces no pudo más respirar, sus órganos ya no le obedecían. Por fin, suspiró.
Cuando despertó, yacía acostado desnudo sobre la superficie de piedra, al margen del lago. Un silencio profundo inundaba la cueva, pero ahora ella ya no parecía tan oscura misteriosa. Se levantó y notó que su cuerpo estaba entero, sin heridas. ¡Estaba vivo! Un poco cansado, sí, pero vivo.
Entendió que había ganado, que había pasado por la gran prueba. Eso era tan increíble que no parecía real. Pero era real sí, y ahora, allá afuera, un nuevo mundo lo esperaba, un mundo que ya no lo derrotaría pues el tenía… el Conocimiento.
Entonces una palabra le vino a la cabeza: Vehdvar. El nombre sonó de un modo mágico, absolutamente sagrado, como si existiera desde siempre. Era su nombre, siempre había sido Vehdvar y solo ahora se daba cuenta de eso. Y él sabía que solamente los más fuertes eran dignos de llevar junto al suyo el nombre sagrado del Guardián. Por esa razón él era a partir de ahora Ihlish Vehdvar, el nombre que él jamás recordaría cuando afuera de la cueva, pero que era solamente suyo y, además de él, solamente Ihlish sabía y podía pronunciarlo.
Sintiendo la solemnidad del momento, Enrique se colocó prostrado hacia el lago oscuro al fondo del cual dormía la serpiente y tocó el suelo con la cabeza, lleno de reverencia:
– Naja Hannah, Naja-Rey…
En ese momento las aguas del lago ondularon. Él se preparó para el retorno de la serpiente, pero lo que vio en la superficie fue la imagen de una… mujer. La imagen era difusa, era apenas una cara femenina, que él no conocía… Pero comprendió inmediatamente. Debería encontrar a aquella mujer, dondequiera que ella estuviese, y volverla su discípula. Esta era su próxima misión.
* * *
Aquella mañana la feria de Valencia estaba llena como siempre, los mercaderes locales y de otras ciudades con sus productos y su mirada codiciosa volcada a la posibilidad de volver a casa con el bolso tintineando de monedas. Al lado norte de la feria muchachos se presentaban en el tablado con sus espadas de madera y narraban cómo El Cid cayó en una emboscada y luchó bravamente contra siete moros que querían su cabeza. Y contaban cómo El Cid dividía las conquistas de las batallas con sus vasallos para que enriquecieran junto con él, y de como El Cid engañó a los judíos al pagar el préstamo que había pedido, a fin de formar un ejército en el exilio, con un cofre que él aseguraba estar repleto de oro y plata, pero que, en realidad, no contenía más que arena…
Enrique se rió. El Cid era de hecho héroe de aquella gente y ellos no se cansaban de cantar sus hazañas. Pero preferiría, particularmente, que contaran las hazañas menos discretas de Margarita, hermana de Felipe, que de tan ardiente terminó matando al esposo, el príncipe Juan. O de como Juana se arrancaba los cabellos y enloquecía de tantos celos de Felipe y así se había vuelto Juana, la Loca. Las historietas sobre los bastidores de la Corte eran siempre más interesantes que las tramas guerreras del leyendario Cid…
Al día siguiente volvería a Barcelona, adonde tomaría el navío hacia Goa, en India, junto con otros jesuitas. Había ido a Valencia en misión secreta, para ofrecer su apoyo a los amigos judíos-castellanos que planeaban abandonar España e ir para Grecia, adonde ya estaban muchas familias judías expulsadas del país luego de la rendición de Granada – allá podrían seguir libremente su religión y también mantener las tradiciones de Castilla, tierra de sus ancestros. En España, con miedo de la Santa Inquisición, aún se veían obligados a hacerse pasar por cristianos convertidos, siempre desconfiados de los cristianos, que los veían como traidores emboscados y tarde o temprano terminaban inventando cosas.
Se había despedido de los amigos dejándolos bajo los cuidados de un misionero alemán, acostumbrado a capitanear fugas de judíos. Los mares de España estaban infestados de turcos y todo el cuidado era poco. Ellos saldrían hacia Grecia y allá podrían practicar su religión en paz, Dios os mantenga. Por sus favores, había recibido de regalo un antiguo y precioso texto cabalístico que hacía mucho tiempo buscaba, pero que tendría que ocultar muy bien pues ya existía demasiada desconfianza sobre la relación de jesuitas con judíos. Satisfecho con el éxito del plan, había resuelto entonces relajarse y aprovechar un poco de la feria.
¿Y los españoles? ¡Ah, como andaban bajoneados por la derrota de la Invencible Armada frente a Inglaterra! Ya no ostentaban la misma prepotencia de antes, cuando decían ser los salvadores del catolicismo contra la Reforma protestante. ¿Bien hecho!, él pensaba, sintiéndose vengado. Quizás eso sirviera para enfriar la arrogancia de aquél pueblo que reinaba sobre su querido Portugal y se juzgaba dueño del mundo…
Pero, al fin y al cabo, no debía desear mal a sus vecinos españoles. Tenía muchos amigos por allí y, además, Portugal sabría en el momento oportuno reencontrar el camino de su independencia y su gloria.
En el instante en que se divertía escuchando la historia de como los judíos habían raptado a un niñito y, para representar de forma más realista la Pasión del Señor, la clavaron en una cruz, Enrique presintió una presencia… Una sensación de hormigueo se aposó de su mente. Entonces él la vio, del otro lado de la feria. Era ella.
Él se acercó despacio, mientras la muchacha, alegre y displicente, compraba sedas de las Indias. Era cierto que era ella, la mujer cuya cara, años antes en la cueva, Ihlish le había revelado. La mujer que sería su discípula y lo ayudaría a llevar por el mundo el conocimiento secreto del Orden. Tenía que ser ella.
Él la observó atentamente. La belleza juvenil, los cabellos arreglados en un peinado moderno, los ojos curiosos, los modos altivos y llenos de un falso barniz aristocrático… Enrique se sonrió. Las imágenes que Ihlish le había permitido ver en la cueva no la mostraban tan… tan interesante como era en realidad.
Él se acercó un poco más, y ahora casi podía tocarla. El aroma de su cabello hacía con que se sintiera liviano… Y la piel no era tan clara, ¿tendría sangre mora? Las ropas y los modos eran aristocráticos, sí, pero las manos mostraban que su pasado quizás la hubiera obligado a servicios en el campo. Se dio cuenta de que era casada. Y más: que su mirada se demoraba sobre ciertos muchachos el tiempo exacto para no ser flagrada, es verdad, el mismo tiempo de las otras señoras… pero para él era obvio que ella no andaba muy satisfecha en el lecho de su casamiento.
Ella miraba distraída los juglares cuando tuvo una corazonada y se dio vuelta. Y su mirada fue cogida por la suya. Y por un instante el tiempo estancó, lo suficiente para que el pasado, el presente y el futuro se alinearan al ritmo exacto de los latidos de sus corazones.
* * *
Desde lejos y desde arriba él avistó las murallas y las torres: era Munique que surgía bien adelante de él, a Este el río Isar desplazándose en la oscuridad de la noche. Un poco más y ya podía ver el par de fosos que circundaba a la ciudad y las torres gemelas de la iglesia de Nuestra Señora, y después las calles tortuosas con sus bodegas y las cervecerías acogiendo las farras de los ebrios. Y, finalmente, el hogar que buscaba.
La casa tenía dos pisos, ventanas con para-pechos salientes y el techo inclinado. Era, como todas, esgrimida entre las demás. Ella estaba allá, él sabía. Y a medida que se acercaba, podía sentir cada vez más fuerte su presencia, cada vez más…
– Mi Enrique… – ella susurró, dormitando en la cama.
– A la hora marcada, mi Catarina… – él respondió, sacándose el sombrero en un gesto galanteador. Y canturreó: – Lo que valen son tus brazos cuando de noche me abrazan…
Él dijo que le gustaría mostrarle un lugar. ¿Qué lugar?, ella quiso saber. Un paraíso, él respondió. Y pidió que ella cerrara los ojos. Ella obedeció, y cuando los abrió, vio lo que sus ojos jamás habían visto. Adelante de sí se desparramaba un escenario increíble: un bosque hecho de ríos de aguas aterciopeladas que se desplazaban como una suave melodía por entre árboles azules. Alrededor brillaban lagos cristalinos y cascadas que soltaban espumas-mariposas transparentes. Catarina se sorprendió con las mariposas que revoloteaban junto a ella, todas medio humanas y juguetonas. Cuando tocó a una de ellas, ella reventó como si fuera una burbuja.
– Pensé que fueran vivas… – ella murmuró, sorprendida.
– Y son. – Él se rio. – Están jugando con usted.
Ella se acostó sobre el césped suave y azul y él se acostó sobre ella. Y ella se sintió la mujer más afortunada del mundo por estar con aquél hombre maravilloso que sabía conducirla a los sueños más hermosos y placenteros que podían existir.
* * *
Años antes, cuando desembarcó en Goa por primera vez, después de diez meses viajando por el mar, y puso el pie izquierdo en la tierra, como rezaba la tradición de los marineros catalanes, los monzones de Julio soplaban fuerte, amenizando el fuerte calor hindú. Enrique respiró profundamente el aire de aquel lugar raro y tuvo la intuición de que algo muy importante lo había conducido hasta allí, algo que él aún no sabía qué era, y que, al fin y al cabo, entrar en la Compañía había sido de hecho un buen negocio.
La Compañía de Jesús llevaba a sus divulgadores de evangelio por el mundo, ad majorem Dei gloriam, y Goa, en la costa occidental de India, se había vuelto un importante centro de estudios jesuiticos. Con misioneros oriundos de tantos países, no era difícil entrar en contacto y aprender sobre muchas otras cosas más allá de la materia oficial de la Compañía.
Así fue que conoció a aquellos que lo iniciaron en el Orden del Guardián, una hermandad ocultista, formada por hombres y mujeres de variados credos y nacionalidades y que mantenía una red secreta de informaciones desparramada por varios países, que era usada para influenciar decisiones políticas y religiosas. Sus integrantes se valían de estados especiales de consciencia para obtener visiones y controlar los sueños.
El origen del Orden remontaba a antiguas creencias de los campesinos del Norte de Italia, que decían salir en espíritu durante la noche para cazar brujas. Como eso siempre ocurría al principio de las estaciones, cuando los campesinos ayunaban por tres días, se notó que era la ayuna que propiciaba los tales sueños reales, y así la práctica fue adoptada por los integrantes del Orden en sus ritos de meditación. En un avanzado nivel, la meditación conducía a la cueva y allá ocurría la confrontación con el Guardián del Conocimiento, que se manifestaba en formas distintas según los miedos íntimos de cada uno. A los que salían ganadores de la confrontación, el Guardián otorgaba poderes para que pudieran seguir más profundamente en los misterios. El Orden del Guardián de a poco se distribuyó entre iniciados de varias religiones y fue allí en la India, en Goa, que llegó a la Compañía fundada por Ignacio de Loyola y sedujo a varios de sus jesuitas.
Fue en Goa que Enrique tuvo la visión de la funesta batalla de Alcácer-Quibir y vio al poderoso ejército de los aliados de los turcos de Argel. Fue allá que vio a don Sebastián, rey de Portugal, él y su idiota ilusión de ser un predestinado de Dios, marchando glorioso hacia la trágica derrota. Aún intentó intervenir, pues anteveía allí el fracaso que llevaría al fin del sueño del gran imperio portugués, pero fue inútil. Don Sebastián actuaba como un mentecapto y ni en sus sueños paraba a escuchar los consejos de sus compatriotas. Su triste destino estaba delineado.
De hecho, la muerte del rey había dejado vacío al trono portugués y Felipe II de España lo asumió. Desde entonces Portugal seguía subordinado a los españoles, culpa del rey megalomaníaco. Es verdad que don Sebastián tenía partidarios que defendían un imperio portugués en África, bastante más cercano y económico que en las Indias, pero él, Enrique, sabía por sus visiones que África era una lucha inútil. Pero no lo escucharon. Y ahora, que absurdo, surgían chusmeríosde que don Sebastián estaba vivo, milagrosamente vivo, y volvería a cualquier momento para re-ordenar a su ejército y comandar con valentía la vocación lusitana para la gloria… ¿Bobadas!
Estaban entonces al fin del siglo y aún era una ventaja para las élites comerciantes portuguesas la unión con España, de forma que muchos estuvieron de acuerdo con la subordinación al trono español.
– ¡Son unos interesados!… – Él no se conformaba. – ¡Piensan en sí antes de la patria!
El Guardián del Conocimiento era la entidad que esperaba en su cueva oscura a todos los integrantes del Orden. Los derrotados en la confrontación con el Guardián volvían trastornados y eran invariablemente enviados a hospicios. Actuando así, los iniciados juzgaban estar salvando su secreto, pero algunos, de las honduras de su locura y sufrimiento, emergían a veces gritando cosas que para los médicos no tenían sentido – pero que llevaron desconfianza a las autoridades religiosas. Fue por eso que los iniciados, para prevenirse, pasaron a exterminar a todos los que no volvieran de la confrontación con la sanidad intacta.
Asimismo, ejecutar personas significaba siempre un riesgo, principalmente cuando ocupaban posiciones importantes o eran integrantes de la Iglesia. Y, poco a poco, vinieron a flote algunos enlaces secretos de los iniciados europeos con judíos y también con árabes y paganos. La existencia del Orden estaba amenazada. El brazo implacable de la Santa Inquisición acosaba cada vez más.
* * *
Ella llegó y entró apresuradamente en el carruaje. Enrique la recibió con un beso demorado.
– Sigue – ordenó al cochero. Después se volvió hacia ella. – Sácate tu ropa, Catarina, y ponte ésto.
Ella obedeció y se cambió el vestido por el manto negro con capucha. El carruaje siguió por la carretera desierta y oscura durante un largo tiempo y después paró. Él avisó al cochero que seguirían el resto del camino a pie y pidió que esperara, antes del amanecer regresarían. La tomó por la mano y le dijo que ella, a partir de entonces, no podría más hablar hasta que todo terminara. Subieron la colina con cuidado y entonces, allá arriba, la playa surgió, envuelta por la vasta oscuridad de la noche sin luna.
– Ellos están de aquél lado. – Él señaló en dirección a una hoguera lejana. – También trajeron a sus discípulas para que sean iniciadas.
Bajaron la colina y caminaron por la arena de la playa. No había viento. Todo lo que se oía era el ruido suave de las olas. Los demás ya estaban alrededor de la hoguera, de pie, once en total. Ella afirmó su mano con más fuerza, temblando de miedo.
– Quédate tranquila – él susurró, intentando calmarla. – No hay nada que temer.
Ellos se acercaron y ella vio que los otros también llevaban puestos mantos oscuros con capuchas que les ocultaban la cara. Todos los saludaron con un leve movimiento de cabeza y luego bajaron los rostros, concentrados.
La copa le fue servida y ella, así como los demás discípulos, tomó tres veces de la poción amarga. Entonces empezaron a ser proferidas las palabras del principio del ritual y, con ellas, el viento sopló y se avivaron las llamas de la hoguera. Las palabras siguieron siendo proferidas en forma de mantra, alimentando al fuego y protegiéndolo del viento que soplaba cada vez más fuerte.
En seguida Enrique notó que el cuerpo de Catarina oscilaba lentamente hacia adelante y hacia atrás. Vio cuando ella cayó de rodillas y quedó en la arena, en silencio, debruzada y contorciéndose sobre sí misma. De repente ella se levantó y se libró del manto. Y, enteramente desnuda, empezó a bailar, moviendo su cuerpo en movimientos lentos y ondulantes mientras el fuego relucía en sus cabellos y las llamaradas parecían también bailar en la superficie de su cuerpo.
Sorprendidos por la súbita visión del cuerpo desnudo de Catarina, los hombres y las mujeres presentes no hicieron nada más que mirar y admirar. Enrique pensó en interrumpir la danza de su discípula para que el ritual pudiera proseguir normalmente, pero no consiguió moverse, fascinado por lo que veía.
En ese momento el viento aumentó y vino la lluvia. Mientras relámpagos cruzaban la oscuridad de la noche y los truenos reventaban, Catarina abrió los brazos para recibir las primeras gotas, y luego en seguida se dio vuelta y corrió, desapareciendo en la oscuridad.
Después de un tiempo, como ella no volvía, Enrique decidió salir en su búsqueda. Pero la playa ahora era un inmenso negror y él poco conseguía ver. La lluvia se había vuelto tormenta y él caminaba con esfuerzo para no ser arrojado al suelo por la ventolina. Él gritaba su nombre con toda la fuerza, pero con el ruido de las olas, del viento y de los truenos, incluso él poco se escuchaba. En esos instantes le venía la impresión tan nítida, tan exacta, de ya haber vivido aquél momento antes, aquella misma situación, el mismo repentino miedo de perderla… ¿Adónde habría vivido aquello, aquella lluvia, aquella corrida desesperada, en que lejano tiempo y lugar? ¿Cuándo? ¿Adónde?
Finalmente, la encontró. Ella giraba desnuda de brazos abiertos y su cuerpo relucía bajo los fogonazos de los relámpagos. Él la abrazó, aliviado, y besó su boca salada. Y cayeron en la arena.
– Ven. Terminaremos resfriados – él dijo, levantándose. Pero ella lo tironeó de vuelta hacia su cuerpo desnudo.
– Olvídate solo por un momento que puedes enfermarte…
* * *
– ¡Mi esposo ha descubierto! – ella exclamó, abrazándolo asustada.
– ¿Cómo?
– ¡No lo sé! ¡Estoy con miedo, Enrique!
– Quédate calma. Esta noche tendré una conversación con él.
De noche, usando los sueños, él confirmó todo y vio que corrían serio peligro. Un esposo traicionado era siempre peligroso. Pero un esposo con tantas influencias, que mantenía relaciones cercanas con el consejo ducal, era invencible. Su permanencia en el colegio jesuita de Munique se revelaba un riesgo enorme, era necesario abandonar la ciudad inmediatamente. Irían para Barcelona, allá ellos podrían esconderse hasta encontrar un sitio seguro.
Pero… había un problema. Para vivir con Catarina, él tendría que abandonar la Compañía. Y la Compañía de Jesús era su disfraz perfecto, su salvo-conducto, su mayor seguridad. Ella le proporcionaba viajes, facilidades, dinero, mujeres… Poder.
Él se sintió apresado a un terrible dilema. Era como estar al borde de un precipicio. Atrás los problemas lo presionaban, y adelante lo esperaba la decisión más difícil de su vida.
* * *
El navío se alejó y rumbeó hacia las rocosas de Gibraltar, portal del inmenso mar océano. El muelle de Barcelona fue quedándose atrás, atrás, y la figura de Catarina al fin desapareció en la niebla. Él desembarcaría secretamente en Portugal. accionaría a sus mejores contactos en la Corte y en un mes volvería para reencontrarla. Y entonces huirían finalmente hacia Brasil, la nueva tierra del Sur, adonde podrían vivir en paz. Era el plan perfecto.
Pero él no descendió en Lisboa. Siguió directamente hasta Goa, en India. No volvió para el reencuentro acordado. No podía dejar a un lado la Compañía por una mujer. No podía. Aún si fuera la mujer que amaba.
Sentimientos no cambiaban al mundo. Lo que cambiaba era la acción – él no tenía dudas sobre eso. Y los hechos del mundo necesitaban el Orden para realizarse dentro del camino delineado. La Invencible Armada española había sido derrotada por Inglaterra. Un polonio loco llamado Copérnico había publicado un libro en el cual aseveraba que la Tierra giraba alrededor del Sol y otros lunáticos creían en eso. La Reforma de Lutero triunfaba y la Iglesia intentaba, con Sisto V, colocar un poco de orden a los estados papales. Ingleses y holandeses tomaban el control de la ruta del Oriente, aquellas siete mil millas tan valerosas para Portugal. El mundo lo necesitaba cada vez más a él y a los Iniciados del Orden. Y él tenía que estar preparado para las confrontaciones que vendrían.
– No, Vehdvar, tú has comprobado que no estás – la Guardiana le dijo una noche, en la cueva, cuando el navío ya seguía más allá del Bojador. – Tú has fallado.
– Pero…
– La obsesión por el control es el peligro final para los Iniciados del Orden, la trampa final. Solamente se escapan de ella los que, irónicamente, abdican…
– Del Orden.
Sí, él sabía de algunos integrantes que abandonaron el Orden. Pero siempre había juzgado que la causa fuera el miedo de ser atrapado por la Inquisición. Aún así, él no conseguía entender…
– No puedo abdicar. ¡El mundo nos necesita!
– Estás solamente postergando el momento, Vehdvar. Estás caminando en círculo, girando y girando…
– Sin realmente salir del lugar.
Sí, sin salir del lugar. Eso sentía él.
– ¿Qué necesito hacer?
– Tú lo sabes.
Entregar el control… Él lo sabía. Saltar en el abismo del propio miedo. Lo sabía desde siempre. En ese momento su imagen surgió en la superficie del lago. Catarina…
– No puedo volver a ella ahora. ¿Y mis seguridades?
De repente sintió que ya había vivido aquél momento antes, aquellas palabras, la desesperación, el desamparo… ¿Cuándo?
– No puedo…
Mientras la serpiente desaparecía en las aguas oscuras del lago, él cayó de rodillas y quedó allí, en el suelo, su voz aún haciendo eco como un grito desapareciendo en el abismo.
– No puedo… no puedo…
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El Irresistible Encanto de la Insania
CAPÍTULOS
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4 – 5 – 6
7 – 8 – 9
10 – 11 – 12